Una de las causas importantes de una crisis de cambio en nosotros puede surgir cuando perdemos nuestro propio poder y valía por dárselo a alguien o a algo afuera. Entregamos nuestro poder porque sentimos un inmanejable miedo a perder lo que creemos más amado y venerado en nuestras vidas. Esa persona amada o esa situación venerada a quien hemos entregado nuestro poder personal finalmente ha de marcharse y seguramente esto, nos dejará sumidos en un profundo dolor emocional con el cual no sabemos lidiar, porque al poner nuestra valía afuera de nosotros, nos hemos desconectado de los canales que nos dan la comunicación con el mundo sutil, hemos taponado la entrada de la Gracia y hemos dejado atrás la posibilidad de que la Providencia Divina nos sostenga y nos regale. Estamos desempoderados. Somos parias en nuestro propio territorio. Nos hemos auto exilado.
Pero, ¿por qué se va eso tan amado y venerado? La respuesta es tal vez más simple de lo que nos imaginamos: Porque el Sumo Sacerdote, la Divinidad o como quieran llamarlo nos desposee tajantemente de aquello a lo que nos apegamos y aferramos dándole nuestra valía y poder personal. Y lo hace porque tal situación para un ser que tiene como fundamento la Verdad en la unión, en lo que no es dual, es completamente contraproducente. El Sumo pontífice busca unir al padre con la madre, al cielo con la tierra, al aire con la piedra y al silencio con el canto.
El apego es un síntoma de profunda separación, nos lleva a la desconexión espiritual; nos hace depender de la aprobación del otro, nos hace sentir culpables por quienes somos o hemos sido, por la manera en la que hemos atravesado nuestros procesos, por nuestras palabras dichas, por nuestros dolores sentidos. El aferrarnos a alguien o a algo nos lleva a perder la fe y la confianza en nosotros mismos, llegando al punto de pedir como limosna, una palabra, una demostración de afecto, una aprobación. Peregrinos como hojas secas, inútiles, parásitos, intrusos.
Nos sentimos profundamente inadecuados, inservibles, no merecedores de amor y nos castigamos severamente creyendo que todo esto es lo que merecemos. Nuestra valía se ha secado en nuestro vientre y la hemos puesto en manos de alguien o de algo que muchas veces nos rechaza con severidad y crueldad. Desfondamos el cuenco interior y la sequía nos muestra lo que nosotros mismos nos hemos venido dando al regalar uno de nuestros más preciados tesoros: nuestro empoderamiento, nuestra dignidad.
Eso que recibimos como una hostia de roca que nos rompe por dentro, nos está regalando la oportunidad de replantear la relación que tenemos con nosotros mismos, nos da la posibilidad de parar de ser crueles, agresivos y severos con nosotros; esa hiel que nos está siendo dada por el otro, nos está mostrando como un espejo de cristal brillante, que podemos frenar el auto mal trato y dejar de autocastigarnos.
Cuando hemos mirado nuestra sombra en el espejo, cuando hemos por fin aceptado el reflejo que abre nuestros ojos, llega el tiempo entonces de sembrar diamantes como semillas. Pero siempre hemos de volcar primero nuestra mirada hacia el interior del pozo para vernos ya sin la máscara, en donde el silencio nos talla y nos convoca.
Porque hace falta dar paso a lo que desciende tenebroso hacia la unidad para subir por la Sagrada escalera. Qué muera ese que entregó su santidad a otro, que muera y renazca el Santo. Estas palabras son nuestro ataúd, son el profundo eco de un carruaje del que nuestros huesos son ejes que se cruzan para nunca más equivocarnos de camino. Para tomar nuestra sangre y verterla, para que nuestras vísceras, piel y músculos cambien de forma. Para morir y renacer en nuestra verdad ilusoria al mismo tiempo que real.
Alejandra Lobelo